|  Las oreanas de Pumares. Miguel Delibes (Artículo publicado en el diario La Vanguardia en 1986) | ||
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		Nadie 
		coincide; no hay acuerdo a la hora de bautizar a las buscadoras de oro 
		de la zona alta del Bierzo. Sánchez Palencia las llama aureanas, otros 
		les dicen lavadoras o bateadoras, pero ellas se denominan a sí mismas 
		«oreanas». El caso es que el beneficio del mineral de oro en los ríos 
		gallegos (Sil, Miño, Lor) y leoneses (Duerna, Eria, Cúa) viene de Roma. 
		Marín habla de esta actividad en la época medieval. Para Becerro de 
		Bengoa la producción anual en el valle del Sil en el primer tercio del 
		siglo XIX llegaba a los siete kilos. Sea como quiera, las aureanas 
		todavía están ahí, vivitas y coleando, y el viajero puede encontrarlas 
		en el pueblo de Pumares, a caballo entre las provincias de Orense y 
		León, después de franquear el jugoso paisaje del Bierzo, camino del 
		Barco de Valdeorras, y charlas tranquilamente con ellas junto a Ovidio 
		Alejandre, gran pontífice del coloquio, están su señora, Maria 
		Encarnación Marinas, y Delfina Fernández Blanco, ambas aureanas durante 
		muchos anos y hasta época reciente. Son gentes locuaces que hablan de su 
		viejo oficio con una suerte de candor y nostalgia, de tal manera que el 
		cronista nunca sabe a punto fijo si menosprecian o añoran su pasado. 
		Cualquier vecino de Pumares que haya cumplido treinta años puede 
		recordarlas en plena actividad, abriendo calicatas o orillas del Sil, 
		las faldas arremangadas, lavando luego en el rió las arenillas 
		depositadas por la avenida. Maria Encarnación Marinas tiene la voz 
		meliflua y cadenciosa: 
		– El río ha arrastrado oro de siempre, que yo tenga noticia, hace más de 
		cien años que mi bisabuela lo lavaba. El que nos llamara esto o lo otro 
		y lo de más alllá, poca importancia tiene, digo yo, no íbamos a reñir 
		por eso, pero entre nosotros y en los pueblos vecinos, nos han dicho 
		siempre las oreanas y, por mi parte, yo le puedo decir a usted que he 
		estado lavando oro toda mi vida o, si mejor lo prefiere, media vida, que 
		ya va para treinta años que lo dejamos. ¿Acabarse? No señor, no es que 
		se haya acabado, que haberlo haylo, pero en el pueblo salieron mejores 
		proporciones, luego después vino el embalse y todo cambió. Oreanas, que 
		yo sepa, sólo hubo aquí en Pumares, que en los pueblos de al lado nunca 
		les dio por estos del oro, no me pregunten por qué. De manera que 
		nosotras íbamos aguas arriba por Quereña, Penarrubia, Vegas, Toral hasta 
		Villafranca del Bierzo, en la parte de León, y, aguas abajo, ya en la 
		provincia de Orense por San Clodio, Quiroga, Peñamala, Montefurado y 
		Covas. ¡Todo el río nuestro! allí no había competencia! 
		 
		Pumares es una aldea sosegada, con olor a heno y gemidos de chirriones, 
		a la que se accede sin más que atravesar el adarve del muro de la presa. 
		Atrás quedaba el ruido, la polución, el motor, todo lo que comporta la 
		civilización mecánica. A pocos kilómetros, ya en la provincia de León, 
		están Las Medulas, fantasmal topografía, donde los romanos demolieron 
		montes enteros y construyeron acequias, en una tentativa de explotación 
		demuestra, como confirma una de las tertulianas del cronista. Delfina 
		Fernández Blanco, que «toda esta parte de la vega era muy orífica». 
		Delfina y Maria Encarnación van engarzando sus respuestas mientras 
		Ovidio Alejandre puntualiza de vez en cuando algún extremo: 
		– Los lavaderos se encontraban en los remansos, nosotras los conocíamos 
		bien y, allí donde topábamos con una lameira, nos deteníamos, cavábamos, 
		echábamos unos puños de tierra al cuenco, nos remangábamos las sagas y 
		al río a lavarla. Cavar, echábamos con un sacho, en la ribera, si señor, 
		echábamos agua al cuenco y le dábamos vueltas y vueltas pasta que 
		quedaba en el fondo una arenita, finita, que volcábamos en una lata 
		grande de sardinas, de uno seiscientos. Y a la noche la azogábamos, 
		vueltinas, vueltinas, hasta que se formaba una bolita negra, la 
		echábamos en un plato con unas brasas de torgo o encina y se quemaba: se 
		le quitaba la costra oscura del mercurio y quedaba una bolita amarilla y 
		brillante, oro puro y a ver, en bruto, pero oro puro, sí señor. Delfina 
		Fernández Blanco saca una bolita negra bien arropada en un trapo blanco 
		y la muestra al cronista con sacrosanto resto: «Vea –dice–, así quedaba 
		el oro después de azogarlo» . Por su parte, Ovidio Alejandre sube de la 
		bodega con un gran cuenco –la batea–, un cono hueco, muy abierto, de 
		madera negra, parcheado de hojalatas, y lo pasea ante los ojos de la 
		concurrencia: 
		– Ve, aquí tiene el cunco, el cuenco, o el plato como le dicen otros. Es 
		de castaño, pero no se piense que de madera de castaño, sino de unas 
		verrugas muy grandes que salen al pie de este árbol. Si fuera de madera 
		pura se abriría, a ver, no aguantaría la humedad. 
		Luego hubo una época, cuando el wolfram, en que no había platos de 
		castaño, los hicimos de zinc, pero el oro resbalaba y se salía y cuando 
		lo azogábamos parece como que el mercurio quisiera pegarse al fondo de 
		forma que no hicimos vida de ellos. Maria Encarnación Marinas vuelve a 
		tomar la palabra: – 
		Mire usted, el oro estaba invariable en los mismos lugares. Después de 
		una crecida, la corriente dejaba la tierra en este recodo, en el otro y 
		en el de mas allá, inclusive siempre en las mismas grietas. El río 
		inundaba invariablemente las mismas praderas y allí había que buscarlo. 
		O sea, que este era oficio de verano, con aguas someras y lameiras al 
		descubierto. Buscar oro era un segundo trabajo para ayudar al marido y 
		ganar un duro, ¿comprende usted? Y era cosa de mujeres, que los hombres 
		con atender al ganado y a la tierra ya tenían bastante. Eso sí, en 
		verano, tan pronto las aguas mermaban, ya estábamos en el río. Y a lo 
		mejor nos tirábamos ocho días allí, no crea usted que volvíamos por el 
		pueblo. Dormíamos donde se terciaba, al sereno o en casa de algún 
		conocido y así íbamos pasando el verano. Quiá, no señor, no cargábamos 
		con 1a arena, solo faltaría, llevábamos el mercurio y lo azogábamos en 
		el río, de modo que volvíamos con el oro limpio a casa. A veces en las 
		juntas de las penas, salían pepitas. Pero no eran pepitas redondas sino 
		aplastadas, muy finitas, como la linaza, para que se haga una idea. 
		Pesar, pesar, podían pesar medio gramo, un gramo, aunque una vez me 
		recuerdo que salio una de tres gramos y medio. Pero nadie se hizo rico 
		con esto, créame. Aquí lo ordinario era sacar al día un gramo o dos, y 
		si bajábamos a una lameira virgen ponga usted cinco, y con mucha suerte 
		ocho o diez, pero por termino medio no llegaría a tres, por más que una 
		vez la Asunción, una muchacha de aquí, sacó en el hueco de una peña 
		treinta y cinco gramos de una platada. Delfina Fernández completa la 
		información de su compañera: 
		– En los años 30, el gramo de oro iba a dos pesetas y media, no se 
		pagaba más; y en los últimos que sacamos, allá por el 56, me parece que 
		se pagaron a 75. Como verá, esta nuestra era una profesión muy 
		aventurera pero si hacíamos un verano de ochenta duros, buenos eran, 
		mire usted, máxime en una época en que el jornal de un hombre yo no se 
		si llegaría a las tres pesetas. Vender el oro era muy sencillo, venía 
		por aquí un señor una vez al mes y nos visitaba a las oreanas casa por 
		casa. La cuadrilla de Pumares nunca paso de catorce mujeres, hombres no 
		había, ni tampoco niños, y, según dicen, del otro lado del monte, de la 
		parte de La Cabrera, había otras cuadrillas pero nosotros no las 
		conocimos. También oí decir que había una mina de oro allá, por 
		Ambasmestas, pero lo cierto es que nunca dimos con ella, a saber si no 
		sería cosa de la imaginación. Nuevamente tercia Ovidio Alejandre, con su 
		afán puntilloso, clarificador. Según él es imposible calcular la 
		cantidad de oro que extrajeron las oreanas del Sil en los últimos 
		treinta años de actividad, pero fuera de este río, apenas si encontraron 
		algo en el Cúa, en Villafranca del Bierzo. Admite que los romanos 
		disolvieron montes enteros en Las Médulas, como si fueran azucarillos, 
		pero también explotaron los yacimientos del Sil mediante procedimientos 
		industriales: 
		– A kilómetro y medio de aquí, entre la vía y el río, montaron los 
		romanos una draga para sacar oro, que luego se hundió con toda la 
		herramienta dentro y qué se yo las penas que tuvieron que pasar aquellos 
		hombres para ponerla a flote. Pero yo le oí contar a mi abuela, que en 
		paz descanse, que, antes de construirse la vía, lavaron oro los romanos 
		ahí y entre esto y Las Médulas sabe Dios la fortuna que debió llevarse 
		para su pueblo aquella gente. ¿Explotarlo hoy a gran escala? Quite de 
		ahí, no señor, ya se sabe que esto no es productivo, o sea, no hay un 
		buen filón de tierra orífica que lo justifique y, para más, la gente que 
		construyó el embalse sacó la arena para la obra de las lameiras y, 
		luego, las cubrió de agua, de manera que ya me dirá usted donde van a ir 
		a buscarlo. Hoy día, con decirles que ni los chiquillos se arriman al 
		río, esta dicho todo. Lo de las oreanas, para bien o para mal, es asunto 
		terminado. 
		 
		 
 
 
		 
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				AUREANA DO SIL 
				
				 
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