El jabalí. (Una historia de Ricardo González Cuesta)
La Vega de Pardollán con la Peña Enciñeira al fondo Peña enciñeira sobre la Presa de Peñarrubia en el río sil
La claridad del amanecer recortaba la silueta de la inmensa mole de la peña Enciñeira, y al pie de ella, el río reflejaba el cielo haciéndose visible.
En la otra orilla, en el Rebolal, los pájaros piaban tímidamente llamadas de reconocimiento, mensajes de tranquilidad que ayudaban a crear un ambiente plácido, sin alarmas, y aumentaban la confianza de un gran jabalí macho, cerca ya de su guarida diurna, que avanzaba por la espesura, chascando ramas y rascándose contra los xardones.
Cada rama, cada roca, cada hoja tenía la marca adecuada. Los sonidos eran familiares y el atracón de uvas en El Pousadoiro le iba produciendo una somnolencia muy agradable.
Mañana probaría en las viñas Covas, y si no hubiera suerte, subiría hasta los sembrados de Biobra, o por Villar de Silva hasta la vega de Pardollán que tiene unas huertas que son gloria bendita…
El silbido del dardo tardó una centésima de más en llegar a su confiado cerebro, otra centésima en procesarlo y otra en enviar la señal de alarma a su sistema nervioso entumecido.
Tiempo suficiente para llegar a comprender que no reaccionaría a tiempo.
El ataque provenía de algún lugar a su izquierda.
Solo le prestó al dolor en su costado otra centésima antes de embestir hacia su agresor arrastrando en su carrera zarzas, piedras, malezas y todo lo que terciara en el camino de su furia… de su legítima defensa.
Pero la flecha había sido certera, y la carrera fue corta; el colmilludo solo pudo llegar hasta el lugar de origen del ataque para desplomarse sin fuerzas.
Tendido en el suelo, únicamente pudo ver una encina; ningún olor, nada que delatara al enemigo.
Se sorprendió al ver que una rama se separaba del árbol y se le acercaba. Mientras las hojas sonaban al compás de unos pasos. El singular ser se detuvo a la distancia de una zancada, y dejó caer el ramaje mostrando su verdadera naturaleza.
Una hembra humana.
La recordaba.
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En una ocasión, siendo poco más que un jabato, después de cruzar el río por un vado que utilizaba regularmente, cayó en una trampa de lazo. Estuvo toda la noche tratando de zafarse, pero cuanto más se revolvía, más profundamente penetraba el cable en su carne, hasta un punto, que el más mínimo movimiento le producía insoportables dolores.
La mujer estuvo allí todo el tiempo, acuclillada sobre una roca. La luz de la luna iluminaba intermitentemente su rostro al ritmo cansino del paso de las nubes. No hacía otra cosa que observarle. Solo en una ocasión dejó perder la mirada. Sonreía.
Cuando volvió a mirarla supo que esa noche no moriría.
Al amanecer, cuando ya estaba agotado y al límite de la vida, la dama se incorporó lentamente mientras se estiraba. Se acercó despacio, sin quitarle la vista ni un solo instante. Su cabeza, sin brusquedad, evitaba las ramas, y con la oscilación del movimiento parecían sus ojos volar.
Una vez a su lado, desnudó el brazo y lo sometió al escrutinio de la nariz de la fiera. Un gesto de paz en medio del pánico.
Seguidamente sacó un instrumento y cortó el cable que saltó como un resorte. El dolor fue enloquecedor y bramó con toda su fuerza, pero ella apenas se apartó un poco, sin temor. El animal herido se alejó lentamente, renqueando, y aunque todo su cuerpo clamaba por la huida, se volvió antes de adentrarse en la espesura, y venteó el aire que venía de su liberadora memorizando la peculiar mezcla de aromas.
En ocasiones, volvió a captar ese olor después de escapar milagrosamente de algún peligro. Algunas noches, simplemente flotaba en el ambiente: sobre el río iluminado por la luz de la luna... haciendo callar a las ranas y a los perros, cuando todo paraba un momento…
Pero ahora, tirado en el suelo, herido el corazón, sólo podía oler el bosque.
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Ella se aproximó y, como la otra vez, se descubrió el brazo y se lo acercó al hocico. El gran macho pisó con cuidado sobre las fragancias que le transportaban a lo más alto de la sierra de la Lastra y, desde allí, le esparcieron por todo lo que había sido su vida.
Los pájaros guardaban silencio, sobrecogidos, mientras veían al indomado transformarse en aroma de mujer.
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Arrancó la flecha y limpió un poco la sangre en el cuerpo del verraco; después la guardó en la aljaba y destensó el arco fijándolo a su espalda.
Marchó sin mirar el cuerpo, entre el griterío de las urracas.
Las pícaras anunciaban el festín porque necesitaban un animal más fuerte que rompiera la dura piel del puerco.
Volvió por donde había llegado la tarde anterior, sobre sus pasos, para no dejar otro rastro. Aún estaba agarrotada después de una noche de inmovilidad. Conocía la mala memoria de los pájaros y sabía que, si se estaba quieta el tiempo suficiente, se olvidarían de su presencia y no avisarían a los veteranos colmillos. Matarlo en ese lugar, en su guarida, era lo más difícil pero, si lo conseguía, el cadáver atraería al sucesor y le proclamaría señor y guardián del lugar. De paso evitaría al viejo glotón una muerte vergonzosa a manos de los hombres y sus ruidosas escopetas. Había sido siempre muy astuto.
Durante muchos años burló a los humanos y, tan hábil era, que ninguno pudo, tan siquiera, verle. Solo sabían de él por sus grandes huellas y por las terribles heridas en los perros. Los que regresaban, claro.
Conducía a los canes a lugares favorables y, una vez allí, se les enfrentaba. Batallas memorable de las que solo ella había sido testigo.
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Pero el patriarca de todos los jabalíes estaba ya viejo y se volvía descuidado. Los lugareños se disputaban la hazaña de darle caza y, tarde o temprano, acabaría guiándoles hasta esta zona privilegiada y escondida, poniendo en peligro las maravillas que allí se daban.
No podía consentirlo. Merecía dignidad en su muerte.
Lo cierto es que el mérito de la emboscada era compartido. Mirar con los ojos del águila… escuchar con las orejas del conejo… las ranas que hablan tanto… pero sobre todo, las cabras y los gatos, que siempre andan entre lo doméstico y lo salvaje. Así se enteran de lo que pasa dentro de las casas de los hombres.
“Tendré que poner un lazo para enseñar al nuevo a no patear tan a menudo las trochas. Terminan viéndose demasiado.”
“El viejo lo aprendió enseguida.”
Esto iba pensando la hembra mientras iba al río para lavarse los olores de bosque que habían engañado el fino olfato del puerco.
Dicen por la sierra de la Lastra, que hay allí mujeres que saben de la magia de los animales y de las plantas.
Pardollán 10 de Agosto de 2004
Ricardo González Cuesta